Escapé ya del intento pretencioso de dar grandes discursos sobre lo que hago. Pinto lo que me emociona, cuento lo que me sucede. Desecho los discursos engorrosos y pedantes. ¿Por qué no hablamos de cosas que realmente importan en la vida cotidiana de la gente?, cosas menos grandilocuentes y opacas, pero fundamentales para andar por casa. Todo lo que puede darse, en lo que a emoción y emocionante se refiere, en la vida de cualquier hijo de vecino. Desechando esa idea anacrónica de la pintura como objeto solemne e intocable. Escapar de ideas e imágenes impactantes, demagogas o militantes. Crear dentro de un teatrillo diletante, donde no se representa nada extraordinario. Lo icónico es un suplemento de lo que realmente importa: la pintura.
En la cotidianeidad se produce la revelación “eso es lo que debo pintar”, me digo. Busco al modelo, preparo la escenografía un director de cine, coloco la cámara sobre el trípode, busco las luces adecuadas que construyan el volumen, hago las pruebas de luz. Estudio la composición mirando por la pequeña mirilla de la cámara. Cuido en exceso la elección de las imágenes, las estudio y las modifico hasta que entran dentro de los cánones que considero adecuados. Para después enfrentarme al lienzo con una falsa valentía. Asumiendo el riesgo, con gesto decidido y resolutivo.